8 de octubre de 2008

LA CRISIS DE WALL STREET Y EL ROL DEL ESTADO

Cuando asistimos a los efectos de una crisis como la de Wall Street o las nuestras de los años 1989 o 2000 / 2001, brota siempre el mismo interrogante: ¿es que no pudieron evitarse? La respuesta podría ser obvia en nuestro caso, habida cuenta de la baja calidad de gestión pública que nos distingue y la constante adopción de políticas inapropiadas para encarar alternativas de crecimiento y desarrollo.

Pero el caso que protagoniza la primera economía del mundo nos deja en manifiesta perplejidad. ¿También allí el desgobierno ha sentado sus reales casi como un contagio latino?

De inmediato surgen los ejemplos de la crisis del ’30, sus consecuencias en la economía de los países y las medidas adoptadas para tratar de moderar sus efectos. Todas tienen en común que las salidas de las crisis demandaron una mayor intervención estatal a través de medidas de emergencia.

No es casual, entonces, que ante circunstancias como la actual reaparezcan, renovadas, las polémicas sobre el mercado y el Estado y sobre regulación e intervención. Y es forzoso que así ocurra porque las crisis mencionadas reconocen, en alguna medida, la falla de controles y regulaciones por un lado, como por el otro la prevalencia de iniciativas empresarias que dejan a un costado la recomendable práctica de la autorregulación. A la hora de inventar ingenierías financieras cada vez más alejadas de la base de sustentación que las respalda, la seguridad abre paso a lo imprevisible.

Debemos recordar que el Estado es lo que da origen a la nación y constituye base del orden social moderno. Sin Estado que vele por los intereses del todo, asegure el cumplimiento de la ley, el bienestar común, el orden público y la administración de los recursos es impensable que una sociedad pueda subsistir.

Gráficamente, el Estado se manifiesta como un “haz de instituciones combinadas”, como describe un filósofo ya clásico, limitadas por la ley y sus respectivas reglamentaciones. Fruto de regulaciones específicas y de leyes básicas es que se articula la existencia del mercado cuyo epicentro funcional lo constituye la libertad de los individuos. A través del mercado es que conectan productores de bienes y consumidores y la señal directa de esta relación es el precio. Rasgo distintivo de una economía de producción, la señal de precios permite proyectar a largo plazo la conveniencia o no de concretar inversiones productivas.

Las emergencias han echado mano de los controles más diversos y, de una manera u otra, siempre han procurado limitar precios. Pero un recurso que debiera ser tan transitorio como la emergencia conspira directamente contra el crecimiento de una economía si se lo adopta como una política permanente.

Por consiguiente, Estado y mercado, lejos de oponerse, son las dos caras de una misma moneda. Una no existe sin la otra. Surge entonces la cuestión: ¿cuánto de mercado y cuánto de Estado? No existen recetas al respecto como no sea establecer límites a cada uno para que el Estado no se convierta en una permanente restricción y obstáculo para la libre iniciativa, ni que carezca de las debidas regulaciones y controles que eviten los excesos del mercado. Y la crisis de Wall Street, todo indica, tiene que ver más con esta segunda cuestión.

Fuerte será entonces la tentación de volver a definiciones que ya conocimos en épocas pasadas, como si se tratara de una lucha permanente entre dos concepciones que, irremediablemente están condenadas a complementarse mutuamente. Más en esta crisis de Wall Street, cuyo origen radica en la industria bancaria. Más concretamente en la de inversión. Una categoría que desconocemos aquí y que, sin dudas, requerirá, si es que continúa existiendo, de regulaciones eficaces en defensa de los ahorros de la gente.

Tanto para evitar que queden licuados por los quebrantos de inversiones con riesgos sin límites como para impedir que los contribuyentes vean crecer los tributos para paliar las consecuencias de tanto desatino. Y de esto se trata. Que el Estado sea lo suficientemente ágil para prevenir y regular tanto como para estimular que oferta y demanda puedan expresarse con la menor restricción aconsejable.

Nosotros tenemos una vasta trayectoria de experiencias desastrosas, consecuencia de los ensayos de política económica más aventurados. Una característica básica los unía, todos estaban a contrapelo de lo que las economías desarrolladas practicaban. O bien intervenimos hasta en los detalles en todo el quehacer de la vida económica y productiva o bien postulamos que el Estado estaba prácticamente de más.

El Estado tiene el deber de regular las relaciones comerciales de los individuos, fijando derechos y obligaciones, generando mercados donde se compita e impidiendo las formaciones monopólicas, las concentraciones capaces de neutralizar la libre concurrencia y creando los organismos regulatorios que fijen precios a servicios que, por definición, constituyen monopolios.

Llegamos aquí a un punto especialmente sensible que afecta directamente a la economía real como es el caso de la autoridad competente para administrar la regulación de que se trate. Indispensable es la idoneidad de los responsables por su calificación profesional, de modo que los organismos que conforman las instituciones del Estado estén integrados por personas que cuenten con adecuada calificación profesional. No basta con establecer normas sino que hay que saber aplicarlas, una capacidad que demanda criterio y transparencia.

Así, cada organismo podrá adquirir credibilidad, una calificación que asegura justicia y equidad en las decisiones. Máxime, cuando situaciones de emergencia demandan intervención por parte del Estado para superar el trance de excepcionalidad que una crisis es capaz de provocar, de modo que las medidas de excepción que deban ser dictadas, aseguren justicia y equidad a todos los ciudadanos. Son estas instancias las más tentadoras para que lo que debiera ser una medida transitoria destinada a asegurar aprovisionamientos y contención de precios básicos para el consumo se transforme en algo permanente. Si éste fuera el caso, una vez superada la emergencia estaríamos inaugurando un nuevo capítulo intervencionista, con todas las consecuencias y derivaciones que ya hemos conocido en otras épocas.

Regular e intervenir son dos facultades del Estado que deben administrarse con sentido de justicia, equidad y necesidad. Es antieconómico regular por la regulación misma o, mucho más, intervenir limitando el potencial creativo y productivo de una nación. Pienso en numerosos órganos regulatorios que se están convirtiendo en verdaderas máquinas de restringir capacidades en vez de estimularlas.

De la misma manera, existen otros con acreditada capacidad de regular e intervenir en la medida de lo necesario para asegurar el correcto funcionamiento del área respectiva. Buen ejemplo de este desempeño lo exhibe el Banco Central, que ha ganado aquí y en el exterior un merecido prestigio por sus medidas inobjetables, oportunas y de una solvencia técnica reconocida.

Tan necesaria es la presencia de un Estado regulador enmarcado en principios de libre competencia como de especial peligrosidad un Estado intervencionista conducido hacia un control arbitrario de decisiones que son propias de la empresa privada en tiempos de normalidad. La crisis de Wall Street nos va a repercutir y, en lo posible, debemos procurar adelantarnos con medidas apropiadas a los diagnósticos que se proyectan. No necesariamente las mismas debieran fundarse en más y nuevas intervenciones. Bien pudiera ser que resulte beneficioso revisar decisiones que limitan capacidades modificándolas por otras más apropiadas para dejar que se manifiesten potencialidades productivas con beneficio para todos.

Estoy convencido de que la Argentina exhibe un potencial cuya real expresión está contenida como por chalecos de fuerza. Tampoco tengo dudas de que los efectos externos de la crisis de Wall Street nos van a afectar, pero por otra parte también estoy seguro que pueden abrirse nuevas oportunidades que no debiéramos dejar pasar.

Para ello debemos estar preparados, evitando que los perjuicios nos tomen por sorpresa y las oportunidades no puedan aprovecharse por no habernos preparado a tiempo. Capacidad de prevenir y capacidad de anticipación son cualidades básicas de un Estado eficaz y plenamente comprometido con el desarrollo de una nación.

Por Héctor Méndez

Publicado en El Argentino.com|6/10/08